La posición mantenida por el gobierno Aznar en la guerra de Irak abrió una profunda ruptura en la sociedad española. La oposición llegó a tal extremo, que muchos analistas llegaron a considerarla un incentivo para la realización del atentado terrorista del 11 de marzo de 2004. Para muchos, Aznar habría roto el consenso existente desde la transición, abandonado los intereses nacionales para enfeudarse a la política exterior de los Estados Unidos y de su presidente George W. Bush.
Sin embargo, ese apoyo político no fue ningún error. Fue la expresión de la fase de maduración de un nuevo modelo de política exterior que arrancó en 1996 como parte de un proyecto político global de transformación y reforma de España. Un proyecto político integral, coherente dentro de su propia lógica, y tan ambicioso que acabó truncado no por ese desplazamiento hacia las potencias anglosajonas, sino por las insuficiencias en la transmisión de su verdadera dimensión y alcance. El gran error no estuvo en el diseño del modelo, sino en la comunicación de su significado. El error fue, en suma, la falta de capacidad para incorporar a una parte importante de la ciudadanía española a un proyecto activo y positivo de elevar la posición internacional de España, asentado sobre bases liberales y democráticas.
El "error Aznar" demostró también las cosmogonías alternativas existentes en el país. Relativamente pocos estuvieron de acuerdo con esa visión hobbesiana e hiperrealista -y tan norteamericana- de ver el mundo como un espacio de conflicto donde los Estados encuentran seguridad a través del ejercicio de una política efectiva de poder. Buena parte de españoles ven el mundo como un espacio de cooperación y están a favor de que la fuerza sea sustituida por la diplomacia y por otros instrumentos de acción eminentemente pacíficos. También una mayoría se muestra favorable a compatibilizar los intereses nacionales con un principio abstracto pero aprehensible de bien común, porque, en el fondo, estos factores son elementos identitarios sustanciales de una sociedad que privilegia el consenso sobre la confrontación, la cesión sobre la intransigencia, el acuerdo sobre la imposición y el relativismo sobre las concepciones totalizadoras o las pretendidas verdades absolutas. Por eso la retórica ampulosa del presidente Rodríguez Zapatero obtiene tan alto grado de adhesión ciudadana.
Estas visiones enfrentadas impiden cualquier consenso básico en materia de política exterior que no sea un simple acuerdo de mínimos sobre referencias puramente axiológicas. Pero sobre todo abren grandes incertidumbres sobre el papel que España debe jugar en esa gestión conjunta del mundo que es, sin duda, el mayor reto colectivo al que se enfrenta la humanidad en estos difíciles comienzos del siglo XXI.
La reideologización de estas visiones alternativas del mundo ha vuelto a situar, de una u otra forma, a los Estados Unidos en el centro de la política exterior española. El inflexible vuelco de la derecha hacia el atlantismo activo parece rebasar el marco de los intereses nacionales para centrarse en la defensa del presidente Bush como símbolo de unos valores políticos y morales que guían lo que desde esta perspectiva constituye una verdadera revolución neoconservadora en marcha. Quizás por eso, los Estados Unidos vuelven a representar para la izquierda ese demonio liberal e imperialista que hay que combatir.
Pero si el anterior vuelco atlantista pareció exagerado, tampoco parece posible seguir manteniendo una política alimentada por un antiamericanismo primario. La reorientación del atlantismo del anterior gobierno no puede justificar un movimiento pendular que llegue a amenazar intereses fundamentales como la proyección iberoamericana o la necesaria articulación de una relación productiva con los hispanos de los Estados Unidos. Del mismo modo, carece absolutamente de sentido recurrir a periódicos gestos de antiamericanismo por necesidades de política interna, pues ese papel ya quedó agotado con las campañas del "no a la guerra".