Una vez el cuento saltó, brincó, dio la vuelta, se puso boca abajo y se partió de la risa. Partido, se repartió: pedazos de cuentos acudieron a la cabeza, otros a los pies, bastantes a las manos, un montón a las orejas, y muchísimos a la boca. Sin contar los pedazos de cuento que fueron a parar a esas partes tan divertidas del cuerpo, y que se han quedado allí. ¿Quién no?
Oswaldo conoce bien esa vez: aprendió de un chino y de una familia de hormigas rojas a hacerle cosquillas al cuento.