El escenario político europeo vive momentos de convulsión. Desde los años ochenta, la hegemonía conservadora ha ido modulando unas instituciones que en 2008 entraron en crisis sin que los partidos que han dominado el escenario durante estos años -liberales, conservadores y socialdemócratas- supieran anticipar los acontecimientos. La euforia generada por la caída de los regímenes de tipo soviético, que abrió paso a la globalización del capitalismo, se tradujo en que los gobiernos europeos fueron incapaces de controlar los desmanes de las dos décadas nihilistas en las que pareció que no había límites a la economía, que todo era posible. La crisis terminó con esta peligrosa ilusión y con la fantasía de que en el fondo las sociedades europeas eran una inmensa clase media a resguardo de las incertidumbres del futuro. La clase media se rompió por la mitad, su mundo se vino abajo. La brecha de la desigualdad se ha agrandado brutalmente. La sospecha de que los gobiernos están en inferioridad y dependen de los poderes económicos se ha generalizado. Y el proyecto europeo ha perdido credibilidad, con un repliegue de la ciudadanía hacia las viejas referencias del Estado-nación, único espacio en el que todavía tiene alguna voz.