En Jesucristo, Dios ha compartido la soledad del mundo y del hombre, a quien ha creado justamente para ser su compañero. De este modo, ha unido su destino al nuestro.
En Jesucristo, Dios se ha atrevido además a compartir la soledad de los pobres y de los marginados, de las víctimas y de los traicionados, de los fracasados y de los defraudados. Soledad que primero hay que reconocer y aceptar para poderla sanar.
Este Jesucristo, Hijo de Dios hecho carne, es además capaz de recibir la compañía de todos aquellos que se cruzan en su camino a lo largo de la historia. De ahí que innumerables personas hagan de él memoria a diario.
En todos estos seguidores y amigos, Jesucristo suscita sin cesar «comunión» y forma «comunidades» dedicadas a luchar sin descanso por ahuyentar esa clase de soledad que es enemiga mortal del hombre.