Estamos entrando en una época en la cual los totalitarismos que han sido rechazados (nazismo, fascismo, comunismo), formas supremas de atribución de lo divino a la acción política, aunque sea pequeño el espacio de tiempo que nos separa de sus momentos más trágicos, obtienen extrañamente entre los jóvenes, que no los han conocido, una versión de los hechos que los exalta de nuevo como una «tierra prometida». Esta falsa esperanza de liberación por parte de los jóvenes es una especie de castigo para unos padres que, bajo fórmulas precisas de proyectos profesionales, sociales y políticos, han albergado su corazón de manera muy humana el amor al bienestar de sus hijos, pero reduciéndolo desconsideradamente a una imagen tentadora a la que ellos mismos han cedido siempre en su vida, la tentación hedonista y anarquizante de la cual nadie ha intentado nunca seriamente salvarles. Nadie: ni el Estado, de cualquier naturaleza o color que haya sido; ni la Iglesia, en la cual el Misterio proclamado cedía sus derechos fácilmente dejándose plasmar y, por tanto, identificar en formas y figuras espurias, donde el auténtico sentido religioso del hombre se veía reducido de diversos modos. El cristianismo resulta simpático cuando se descubre como una hipótesis mejor en el marco natural de los factores humanos. Por su propia naturaleza es el ideal para la formación de los jóvenes.