Este libro no es mi recetario, probado y repetido en casa, romerías o costilladas al aire fresco de verano en leña de boj y sandía refrescada en fuente. Es el conjunto de las cartas de amor de mi paladar, porque hace no mucho que sé mirar con casi todos los sentidos, como sé también terminar mis puzles de treinta y tres piezas al haber recorrido nuestro paisaje como si cada día fuera lo que es, único y pasado.
Las piezas del puzle son las comarcas de Aragón y mi mirada es una mirada periférica navarra, pasada por cierta educación japonesa, de leche dulce de oveja y sabores umami. De cariño, escabeche y comprensión. Es un ejercicio de memoria envidiosa e impotente porque, aunque estéticamente sí, en profundidad no sé cultivar como mi abuelo ni alcanzo a guisar como mi abuela. Como tampoco me desempeño ni friego con el garbo de mi madre o mi tía jacetanas. Porque también soy aragonés. Además de monaguillo que recuerda a la perfección el sabor del vino santo.