A la poesía taurina, dice Carlos Marzal, le conviene ser menos taurina que poética. La propia riqueza ritual de la fiesta, en efecto, representa uno de sus mayores riesgos literarios, porque pone a disposición de los poetas un atrezo, un repertorio de elementos adjetivos que tienden al tremendismo o los oropeles gremiales, el costumbrismo circunstancial o la grandilocuencia funeraria. Buscando la sutileza, la levedad, y al mismo tiempo el núcleo esencial de la tauromaquia, esta antología personal prescinde de los clásicos más obvios –Manuel Machado, Gerardo Diego, Lorca, Alberti o Bergamín– para transitar por un territorio menos explorado, donde se dan cita autores como José Hierro, Claudio Rodríguez, Ángel González, Pablo García Baena, Julio Mariscal, Vicente Núñez, Fernando Quiñones, Aquilino Duque, María Victoria Atencia, Rafael Guillén, Juan Luis Panero, Luis Alberto de Cuenca, Felipe Benítez Reyes, Lorenzo Oliván o Manuel Vilas. Sus poemas se ofrecen siguiendo una ordenación más o menos "musical" que persigue crear un clima de lectura, un compás, un temple. Los toros, como la poesía, son arte, emoción estética. Una labor hecha por geómetras que nos transporta a un profundo ensueño.