Que una cosa lleva a la otra es una verdad incontestable. Y que esto se ve favorecido por nuestra debilidad, también. Es lo que le ocurrió a Pancracio.
La crisis de dos mil siete lo dejó sin empleo. Tras quince años en una entidad financiera, le sobrecogió la dureza del paro y la crueldad de disponer del tiempo libre necesario para pensar en ello.
Se refugió en las labores domésticas y en la lectura de su envidiable colección de novela negra. Lo martirizaba la hipoteca de la casa, depender del sueldo de su mujer y no ser capaz de lograr un empleo.
Su hija Nadia es la que le mete en la cabeza esa alocada idea. Le repite que la teoría ya se la sabe, que los cientos de libros devorados son escuela suficiente, que su carácter favorece la labor detectivesca y que su paciencia es garantía de éxito. Pancracio, desesperado y abocado a la autocompasión, la escucha, y lo que es peor, le hace caso.
Ana, su mujer, piensa que están bromeando. Que su familia le está tomando el pelo. Pronto descubre que la cosa va en serio. Contra todo pronóstico le van lloviendo clientes, asuntos de poca monta que le reportan nimias pero satisfactorias ganancias. Hasta que sucede lo que inevitablemente tenía que suceder, le ofrecen investigar un caso de asesinato. Tamaña empresa no puede acometerla solo. Sin medios económicos, no le queda otra que recurrir a su amigo Sergio y a su suegro octogenario Ramiro.
El hermano de la millonaria Margarita Aranguren ha muerto por causas naturales. Margarita cree que no, que su ex mujer lo ha asesinado para cobrar un seguro millonario.
En el transcurso de la investigación, Pancracio debe de lidiar con su clienta, defensora a ultranza de tomarse la justicia por su mano y con el inspector Castro, de la policía de Corlan. Pancracio, inexperto y buena persona, acata cada una de las sugerencias de su clienta y eso lo lleva a ocultar pruebas al inspector, que incansable y tenaz se acerca de modo peligroso a la verdad.