La llovizna cae sobre el asfalto y sobre la tierra, la ciudad y sus sombras se despliegan como animales heridos, la naturaleza triunfa implacable por encima de sus restos y a pesar de los hombres que son náufragos de sí mismos. Como un demiurgo de la felicidad y la tristeza, Edson Lechuga construye mundos para destruirlos. La inmensidad del trasfondo es solo un escenario. Aquí no hay gozo ni clemencia. El escritor es siempre un dios vengativo, que colecciona cuerpos y se fascina por el erotismo que es capaz de provocar en sus criaturas. Un asesino obsesionado por los insectos; un músico en desgracia que interpreta su última pieza; un zoofílico con gula caníbal; un don Juan oloroso a naftalina o la historia de un padre que, al modo griego pero en clave mexicana, espera el regreso de los hijos migrantes, forman parte de un universo que, como su autor, se construye bajo el signo de la identidad doble: la ciudad y el campo, la muerte y la vida, la luz y las bestias. El libro que el lector tiene en sus manos pertenece a la más antigua de las estirpes narrativas: el cuento. Pero no cualquier cuento, sino aquel que será dicho alrededor de la fogata y en presencia de los cazadores, dioses, guerreros y adivinas que fundaron la tradición oral. Lechuga ha inventado una épica y su virtud está en la capacidad para dialogar con esa tradición al tiempo que encara a sus contemporáneos. Para él el arte de narrar no está en la fascinación de la literatura online, ni en las novedades de la semana o el zapping. Lo suyo no es una ambición por sobresalir en el marasmo de técnicos e hipermodernos. Lo suyo será perdurar. Y acaso por eso ha logrado darle la vuelta a la modernidad en una modernidad donde el lugar más común es la ruptura.
Pablo Raphael