Los relatos que componen este libro nacieron casi a la vez que Pirineos, tristes montes. Ambos comparten los escenarios, la intencionalidad y -casi- los protagonistas. Los textos nacieron de una necesidad: la de dar voz a la gente que vivió en los pueblos, las aldeas y las casas solas de las montañas más ásperas de la cordillera. Tipos corrientes, con los mismos deseos y los mismos temores que quienes viven en cualquier ciudad europea de la costa o en un poblado africano, con las mismas pasiones, con idénticos afectos y similares odios, con las mismas ganas de gozar e igual miedo ante el sufrimiento, la soledad y la muerte.
El mundo en el que se desarrollaron las historias de este libro, agonizante cuando se escribieron, ya no existe. El recuerdo, en muchos casos, lo ha transformado en un paraíso perdido y añorado. No lo era -un paraíso- ni tampoco se trataba de una ilustración poblada de personajes pintorescos. Hombres y mujeres, nada más. En un escenario particular, eso sí. Cumbres nevadas como fondo, aldeas pardas y minúsculas perdidas en la inmensidad de las montañas, casas viejas construidas con lo que brindaba el terreno, una forma ancestral de organizar la vida familiar y comunitaria, un clima extremado y unos tiempos cambiantes en los que sin saberlo los protagonistas asistían a la desaparición de una forma de vivir y la llegada de otra.