El día que nació Bushara se oían unas sirenas a lo lejos, que quedaron enmudecidas por la tempestad bélica que cubrió de nuevo el indefenso cielo de Bagdad. Aquel día de marzo de 2003, la ciudad comenzó a arder en llamas, decenas de misiles descendían sin descanso desde el cielo, unas enormes llamaradas que producían un extraño esplendor: el ejército estadounidense había venido a «salvarlos» -menudo eufemismo- de la opresión de un tirano. A Bushara, como a los demás niños y mujeres, no le queda otra opción que sobrevivir encerrada, intentando pasar desapercibida, en un mundo lleno de barreras, lleno de amenazas.