Las Bull Mountains son algo más que unas montañas imponentes. De hecho, su realidad es tan solemne, tan brutal y cruel unas veces, tan nutricia y fortificante otras, que ha regido las vidas de todos sus habitantes de generación en generación. Algunos intentan huir de ellas, de la existencia violenta y viciada que convocan; otros buscan en sus profundidades un último refugio contra sus perseguidores o contra sus propios sueños devenidos en tormenta. Desde hace poco, por las noches allí vuelven a oírse aullidos: parece que, tras medio siglo de ausencia, los lobos han conseguido cruzar el río Yellowstone y regresar.
Wendell Newman no lo sabe aún, pero esos lobos están entretejiendo su porvenir. Es un joven ranchero sin rancho, que sobrevive, a duras penas, en una vieja y destartalada caravana. Aún debe pagar los impuestos sobre lo que queda de la tierra, hoy improductiva, que poseían sus padres, así como la deuda por los tratamientos médicos que no consiguieron salvar la vida de su madre. Entonces, una trabajadora social descubre que él es el único pariente de Rowdy Burns, un niño de siete años, hijo de una prima suya que está en la cárcel por tráfico de metanfetamina. Rowdy, delgado como un junco, mudo y con rasgos autistas, se traslada a vivir con Wendell. La granítica realidad de éste se agrieta y afluye lo inesperado. Mientras tanto, los lobos siguen aullando en las profundidades de las Bull Mountains. Se prepara ya una cacería, que sin embargo se convertirá en una persecución desesperada en la que Wendell tratará de proteger a Rowdy, al tiempo que huye del destino aciago que las montañas otorgaron a su padre y reclaman para él.
Ésta es una novela «descivilizada» sobre ese lazo tan bello y tan terrible que nos une a la tierra. Una historia del siglo XXI que surge en un teclado, pero escrita por un autor que, según la expresión de Paul Kingsnorth, tiene tierra bajo las uñas y lo salvaje en la cabeza.