El protagonista de esta fábula, un joven consentido e irresponsable, ve de pronto interrumpida su vida banal por un accidente igual-mente absurdo, casi buscado. El despertar le hace sabedor de todo lo que arrolló en su inconsciencia, un abanico de pérdidas entre las que se cuenta un amor que no quería llamarse así y un rutilante aspecto físico arruinado para siempre. También le esperan a los pies de la cama una muleta y la vieja disyuntiva, por supuesto falsa: aceptar las cosas como son o evadirse, hasta donde la realidad se lo permita y más allá, pues para eso está la «locura», es decir, la fantasía y las plásticas palabras, siempre dispuestas a contarnos el mundo como más nos guste, a dotarnos de una identidad a la medida de nuestro delirio y a fraguar la realidad paralela en la que nos apetezca vivir, sin más límites que los de nuestra imaginación y aquellos otros que establezcan nuestros escrúpulos morales, en caso de tenerlos.
Del mismo modo que Alonso Quijano se desentendió de su aburrida identidad para adoptar otra mucho más seductora y memorable, e igual que Juan María Brausen concluyó su huida de la realidad en un lugar donde nunca nadie le detendría (la «mítica» Santa María que él mismo se inventa para desaparecer), el autodenominado Dáimôn H. Eliot arma su nueva personalidad juntando despojos y elige su lugar y una nueva manera de vivir, además del poder omnímodo que le otorgan su soberana imaginación y un lenguaje que empuña y blande con insolencia.
Como un perro en la tumba de un cruzado puede ser vista como una parábola sobre la pérdida de la cordura y/o la fascinación que ejerce el poder, es decir, el poder de hacer el mal, pero también como un ejercicio de inmersión en las profundidades no visitadas donde se forma y deforma nuestro carácter y, si el viejo adagio está en lo cierto, también nuestro destino.