«Esta es la historia de un ajetreo habitual: ir en busca del cuaderno —a veces uno, a veces más— o la libreta que están siempre abiertos como una habitación sin llave; volver a mi lugar de trabajo, ponerlos ante mí, la mano indecisa sobre el bolígrafo, las palabras aún sin vuelo, con las velas recogidas; de qué hablar; qué consignar; la mancha de los días haciéndose ya sombra sobre una página… Oigo por fin deslizarse la punta crujiente del bolígrafo raspando el papel y me apacigua mucho ese rumor de confidencia. Esa respuesta al murmullo del mundo. Puede haber velocidad valiente o tachones alegres y despreocupados. También excursiones ciegas con palabras que nunca sé dónde acabarán. Da lo mismo. Yo voy detrás de ellas, dejándome llevar golosamente. Así ha sido de siempre y así sigue siendo en mi vida, rodeada de cuadernos que mis buenos amigos me van trayendo de sus viajes (China, Perú, Italia, Egipto, Turquía) o que encuentran en el remate de una casa familiar o en la tienda de un pueblo perdido, entre enseres improbables. Les he pedido, en todo caso, que paren ya. Tengo material de sobra para seguir emplumando el resto de mis días —y aún dos reencarnaciones más— con anotaciones que den fe, alguna fe, de lo que vengo sabiendo de mí mismo. Y de algunos otros.»