¿Qué mejor imagen que un espejo roto para definir la España actual? El ciudadano no puede mirarse en ninguno, pues todos están hechos añicos. A vueltas con políticos, empresarios, medios de comunicación, etc., durante años la corrupción ha galopado por cada recoveco de nuestra geografía dejándonos indefensos, sin instituciones fiables a las que asirnos.
Esta atmósfera envuelve a los personajes de Todos los espejos, rotos. Y ello porque, a poco que hurguemos en nuestra sociedad, la corrupción es un río que nos arrastra a todos, aunque unos se hayan hundido más que otros. De alguna manera, todos somos un poco responsables de lo que sucede. La moral no entiende de números, pero la ley y el hombre diferencian con precisión el grado de culpabilidad y distinguen entre la factura sin IVA del taller, el sobrecoste de una obra pública o los sobornos a los partidos políticos.
La novela presenta a un joven periodista, con empleo precario, que nos pasea por las calles de Zaragoza para mostrarnos un microcosmos en el que conviven la familia, los amigos y una sociedad que va desde los bajos fondos hasta las más altas azoteas del poder. A través de una trama de novela negra en la que no falta el asesinato, el chantaje o la evasión de auténticas fortunas a paraísos fiscales, el protagonista nos descubre la cara oculta de instituciones en apariencia modélicas y de personas que deberían serlo. Un entorno sobremanera negativo que genera malestar entre la población, provoca desconfianzas y aboca a la gente a soluciones a veces desesperadas. ¿No quedan alternativas, no hay un rincón donde acunar la esperanza?