Una lejana tierra llamada Aotearoa, cubierta de bosques y nubes, de lagos y aves, de cordilleras, penínsulas y bahías. Donde nadie es de allí, porque allí siempre se llega en canoa atravesando el amplio mar.
Un pueblo que en nada se diferencia de los demás pueblos que habitan cualquier tierra, salvo por los tatuajes en su rostro, que evocan la belleza transfigurada del más allá, el claro resplandor de los habitantes de un mundo de espíritus y antepasados que no pierden detalle.
Una lengua de tierra que se adentra en el océano en la última de las islas, la más norteña. Y en ella un árbol mágico que hunde sus raíces como escalera que conduce al inframundo. Y en el horizonte siempre una procesión que se adentra en el olvido.
Una multitud de ríos llenos de anguilas, bosques repletos de pájaros, de piedras de jade que imantan las pasiones de las criaturas, de gigantes y ogresas que devoran hombres y niños, de conjuros, mazas y lanzas para que no siempre triunfe la muerte sobre la vida. Y finalmente el amor que mueve al esposo, al guerrero, a la madre, al hijo, al cielo en estallido de aurora austral.