Almería a finales de la década de los cincuenta. El régimen, enredado en su propio laberinto autárquico, administra los papeles que el final de la Guerra Civil había repartido. Manuel, un niño de diez años, vive, siente y disfruta la vida que se le ofrece, no sin poner en juego su espíritu crítico conformado por sus dos mentores, su padre y su abuelo, republicanos (y masón éste), castigados por el régimen. Manuel pasea una mirada inocente y crítica a la vez por la calle, politizada y sacramental que, como una prolongación del púlpito de las iglesias, olía a sacristía. La precariedad de la existencia y la apabullante propaganda no impedían una existencia en la que la miseria perdía, a media luz, sus aristas, y se mostraba menos árida, más digerible, más humana. Flotaba sobre el magma de la pasividad impuesta la esperanza de una vida mejor.