El título encierra una invitación a levantarse y ponerse en marcha en unos años que, aunque empinados y en cuesta, pueden regalar vistas no soñadas. Eso sí, hay que abandonar la mecedora y tanta televisión, para, con pasos lastrados por los años, proseguir este maratón que corona a los que nunca dejaron de apostar por la vida.
El libro nace del convencimiento de que la vejez no es destino fatal con su cohorte de limitaciones y goteras. Es también tarea para que la libertad le dé forma y brillo tras prepararse para acogerla. Estos «altos años» no se nos regalan para quejarnos de médicos, amistades fallidas, desencuentros familiares, estirpe que no siguió el camino soñado. Vejez así es triste balance cerrado. «¡Enséñame a calcular mis años para adquirir un corazón sensato!» es una petición bíblica nacida de la insuficiencia de las fechas y partidas de nacimiento para saborear lo que brinden los años de arriba.
Los autores del libro, bordeando los ochenta, viven y proponen otro modo de caminar años arriba, en que, sin ignorar el decaer doloroso en salud y otras menguas, se abren a horizontes en los que lo bueno no queda atrás en alguna Arcadia feliz de antaño, sino que está delante, por llegar y construir.