Esta es la escalofriante confesión de un pintor anónimo cuya fascinación por el horror le arrastró al infierno. Un pintor que trabajaba en un cuarto donde nunca penetraba la luz del sol. Con las contraventanas de su estudio perpetuamente cerradas, el pintor pintaba únicamente escenas apocalípticas y repletas de sangre. La pintura roja la extraía de su propio cuerpo, siempre repleto de cortes que él mismo se hacía. En el exterior, los cuervos volaban recortándose contra el sol del atardecer, trazando círculos, como si danzaran. Un poco más allá, frente a la casa del pintor, la hoja de la guillotina, purificada con agua bendita, caía una y otra vez, segando cabezas mientras el artista de lo macabro se afanaba en captar la belleza del horror y de la sangre.