Si partimos de que el término drakar lo inventó en el año 1843, en
plena marea romántica, el francés Auguste Jal, o que los cascos
vikingos jamás llevaron cuernos, puede sorprendernos lo poco que
sabemos de las características culturales, religiosas y militares de una
civilización rodeada de tremendas inexactitudes debido al furor
nacionalista germano y escandinavo de los siglos XIX y XX y a las
licencias históricas que se toma sin ninguna vergüenza la industria
del espectáculo.
Los vikingos tampoco eran un grupo ligado por lazos de ascendencia,
patriotismo o especiales sentimientos de hermandad. La mayoría
provenían de las áreas que actualmente ocupan Dinamarca, Noruega
y Suecia, pero también los había eslavos, fi neses, estonios e incluso
samis -lapones-. El único perfi l común que los hacía diferentes de
los pueblos a los que se enfrentaban era que venían de un país
desconocido, no estaban «civilizados» tal y como cada una de las
distintas sociedades entendía por entonces ese término y, lo más
importante, que no eran cristianos. A pesar de ello, en las islas
Británicas dejaron una huella honda y perdurable. En Francia, el rey,
descendiente del mismísimo Carlomagno, tuvo que cederles tierras.
En italia fundaron el reino normando de Sicilia. En España infl uyeron
con sus incursiones en el Califato de Córdoba y en el imperio
bizantino organizaron las bases de la actual Rusia. No cabe duda de
que algo debe a su infl uencia el patrimonio cultural de esa casa
común que hoy llamamos Civilización Occidental