¡¡Dios, vente conmigo al infierno!!, es una bofetada a todas aquellas conciencias silenciadas por el miedo, por la cobardía, por el conformismo, por la indiferencia anta las injusticias vividas, o presenciadas, durante tantos años de dictadura política, con el consentimiento voceado de la Iglesia como institución. El autor desnuda aquellos años con su visión honesta, y su irónica pluma, desgajando con habilidad, las miserias y virtudes del alma humana, ese intangible ente que, Platón a Sartre, pasando por Jesucristo, Marx o Freud, han intentado definir, entender o aliviar. Ramón, de la mano de tres jóvenes (Agustín Cantalapiedra, Anastasio María Yeltes y Rafael Carretero), que en palabras del propio autor, confluyen por motivos, y con fines muy diferentes, en un convento de los Valles del Pedroche, nos da un paseo por aquel dogma de Ortega y Gasset de: Yo soy yo, y mis circunstancias, pero sin dejar a un lado que, a pesar de los acontecimientos, ¿inevitables?, las personas siguen teniendo un mínimo margen de maniobra, que se llama libertad, y al que hay que agarrarse, como Ulises se amarraba al palo mayor para no Jerarquía eclesiástica, en aquellos años de crisis para ellos, dado que, los vientos de cambio, amenazaban con derrumbarles sus patrimonios ideológicos y materiales). Con la precisión de una receta farmacéutica, el creador, compone a dosis iguales de realidad, surrealismo y ficción, esta historia, que a su vez contiene un su interior otras historias, a modo de muñeca rusa, que acaba haciendo más atractiva, aún, la trama. Ramón, teje con destreza, el complicado mundo emocional entre las paredes de convento, en los últimos años de la dictadura. Diseccionar el pensamiento de un pederasta, o confeccionar las razones de una homosexualidad encubierta, destripar la hipocresía, y dejar al descubierto la doble moral, es una ardua labor para cualquier escritor. El contador de esta historia lo consigue sin aspavientos literarios, sin florituras, con la austeridad y la solidez, que esgrimen unos argumentos, tan dramáticos como veraces. Los verdaderos protagonistas de esta novela son las historias aquí contadas. Ahí radica su fuerza, en el abandono del silencio, hijo del miedo, en la dignidad que supone llamar a las cosas por su nombre, a la entereza de decir lo que uno considera justo decir. Tal y como dice el propio creador: El miedo, la cobardía, la inseguridad en sí mismo, la falta de coraje para afrontar las dificultades, para luchar contra la adversidad no las produce el mundo. Son productos de ideas inculcadas en las volubles mentes infantiles y adolescentes. En un canto o, mejor aún, un grito de rebeldía y de insumisión, que quiere dejarnos claro, y lo consigue, que la vida es nuestro intransferible patrimonio, y que debemos disfrutarla, no sufrirla, de acuerdo con nuestros propios convencimientos, sin absurdos límites impuestos por ningún poder político, religioso, o de cualquier naturaleza. Que hay que ser Juan Salvador Gaviota, y abandonar la bandada, aún a riesgo de ser censurado o amonestado. Esta novela es un caleidoscopio donde el amor y el desamor, la espiritualidad y el ateísmo, la riqueza y la pobreza, el fingimiento y la impotencia, se dan la mano en cada capítulo. El autor reconoce que las pinceladas autobiográficas están aquí, inevitablemente, y nada mejor, que sus propias palabras, para finalizar este prólogo: Hoy rompo mi silencio. Hoy confieso mi indolencia, tal vez cobardía, durante años. Porque los seres que fueron víctimas de los abusos de aquellos santos, de aquella gente de bien, merecen este reconocimiento.