Aquí, en lo más alto, asomados a estos precipicios de vértigo, nos dejamos embaucar por un océano de piedra que reclama nuestra atención como si de un mar de profundas aguas se tratase. Las crestas rocosas se rizan como la espuma del mar. Nos salpican con sus cantos afilados, como si quisieran desafiarnos. “Atrévete”, susurran… Los valles se asemejan a profundas simas en las que habitan seres extraños, lejanos, deformados por la distancia. La intensidad de los verdes varía dependiendo de dónde se encuentren, más lejos, más cerca… verdes brillantes, más oscuros aquellos, mates estos otros, con un punto turquesa los de más allá. En este mar silencioso solo el viento se atreve a navegar raudo e imparable, ese aire caprichoso que nos asalta cuando menos lo esperamos y se lleva nuestra alma en volandas. Suspiramos entonces. Estos océanos de piedra que son los Pirineos, nuestras montañas, nos tienen atrapados.
Hay cumbres imprescindibles, esas que, como miradores diseñados por un arquitecto ducho en la materia, nos regalan unas vistas que para sí quisieran muchas costas. Son cumbres exigentes que exigen un esfuerzo, pero dan tanto a cambio… O puede que sean imprescindibles porque su ubicación es un privilegio natural, o porque cuando subimos a ellas nuestra simbiosis con la naturaleza fue perfecta… Da igual la razón. Hay montañas que, sí o sí, exigen nuestra atención.
Se unen en este libro la geología y el disfrute, la roca árida y bella con los paisajes fascinantes del Pirineo oriental. Solo hay una condición: gozar al máximo.