En la primavera de 1916, en Nantes, el enfermero militar André Breton y su amigo Jacques Vaché, el dandi de las trincheras, ven película tras película, cambiando de sala sin importarles la que se proyecte. Tienen veinte años —la misma edad que el cine— e inventan así una cinefilia alegre y desenfadada. Breton lo apunta en el Manifiesto del Surrealismo: «¿El cine? Enhorabuena por las salas oscuras». A la vez que proclama la «omnipotencia» del sueño, se da cuenta de que los gags, las persecuciones, las imágenes espasmódicas de las películas burlescas reproducen las propias metamorfosis de la pintura animada del sueño. Mientras el cineasta tritura el tiempo para producir duraciones fílmicas, André Breton, oteador del azar objetivo, busca duraciones automáticas al hilo de un tiempo deslabonado. La primera generación surrealista, deseosa de entablar el diálogo con la secuenciación cinematográfica, no podía faltar a su cita con el cine, que ofrece al público universal una experiencia temporal con tintes de suprarrealidad. André Breton dejó claro que es en la oscuridad de una sala de cine donde se celebra «el único misterio absolutamente moderno».