Alrededor de 1930, a Benjamín Jarnés le inquietaban tanto la instrumentación del arte por la política como la indolencia de ciertos defensores del purismo estético. Señalado por sus coetáneos como el adalid de los narradores deshumanizados, Jarnés quiso sacudirse ese título oneroso y falso y, sin abandonar una actitud pedagógica que le fue consustancial, trató de defender la armonización de todas las potencias del espíritu humano sin que unas atropellaran a las otras. Ética y estética, enfrentadas o amancebadas en la España de los años treinta, fueron para el escritor aragonés ámbitos autónomos pero compatibles en el ejercicio de la libertad individual del artista. La conferencia «Sobre la Gracia artística», leída en 1932, aborda el problema del desequilibrio y la posible síntesis entre el cerebro y el corazón, entre inteligencia y pasión, entre la soberanía de la razón y la tiranía del irracionalismo y, en último término, entre clasicismo y romanticismo. Desde la gracia teológica a las Gracias mitológicas, desde la gracia humorística a la gracia leve que confiere Fortuna, Jarnés reflexiona sobre la necesidad de entender el concepto como un valor interpersonal y por ende social, tantea sus confines y lo convierte en una hermosa utopía.