El juicio y la muerte de Sócrates constituyen en conjunto un momento emblemático de la civilización
occidental. La imagen que tenemos de aquellos hechos (creada por sus seguidores inmediatos y perpetuada a partir de
entonces por un sinnúmero de obras de literatura y arte) es la de un hombre noble condenado a muerte por un acceso de
locura de la antigua democracia ateniense. Se trata de un emblema, una imagen, no de una realidad. La acusación
explícita de impiedad y de corromper a la juventud podía ser mortal por sí sola, pero los acusadores afirmaron o
sugirieron también que Sócrates era un elitista que se rodeaba de personajes políticamente indeseables y había sido
maestro de quienes les habían hecho perder una guerra. Más aún: según muestra Robin Waterfield, aquellas acusaciones
tenían bastante de verdad desde el punto de vista de un ateniense. El juicio fue, en parte, una respuesta a unos
tiempos agitados (una guerra catastrófica y unos cambios sociales turbulentos) y nos ofrece, por tanto, un buen prisma
a través de la cual podemos explorar la historia de la época; a su vez, los datos históricos nos permiten retirar parte
del barniz que nos ha impedido durante mucho tiempo tener una visión del verdadero Sócrates.