Una madeja enredada. Un puzle de piezas retocadas y distraídas. La biografía de Antonio Rodríguez-Moñino, uno de los grandes bibliógrafos de la historia de España, se reordenó a conveniencia para que los años de la Guerra Civil no estropearan su encaje en la dictadura franquista. En 1936 dirigió las incautaciones de las grandes bibliotecas privadas en Madrid y fue protagonista destacado en la política de salvamento de bienes culturales de la República, ligado a la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Al acabar la guerra, sin embargo, negó todo, señaló a muchos, y se negó a sí mismo. La justicia de Franco, consejo de guerra y depuración mediante, fue complaciente con él, evitando tocar asuntos muy espinosos, como el saqueo de las monedas de oro del Museo Arqueológico Nacional, que dirigió. De amigo de Bergamín, de Alberti y de Wenceslao Roces, pasó a serlo de Camilo José Cela y de Pemán, de obispos y aristócratas. De vestir el mono azul, a tratar con Manuel Fraga, Esteban Bilbao o Eduardo Aunós. Tertulia en el Lyon y aperitivo en Lhardy. Aunque contó con apoyos muy sólidos en las alturas del fr