Quien encuentra un amigo encuentra un tesoro, reza el Eclesiastés. Vicente Aleixandre, nuestro último poeta Premio Nobel, amasó, con amor y sin esfuerzo, una riqueza sin igual a lo largo de sus 86 años de existencia. Aleixandre profesó una amistad fraternal y cómplice con el poeta oriolano, una amistad basada en la dignidad ética y literaria. Nada cuesta imaginar al sevillano vaticinando ante el novel poeta Miguel Hernández: «Yo adivino en ti al escritor que escribe saturado de futuro. Tuyo es el porvenir». Y así fue. Pero lo fue porque Aleixandre – consejando honrada y discretamente a Josefina Manresa, viuda de Hernández, y previendo que Miguel era de esos escritores, primero, personas, y, después, poetas de la misma estirpe de honestidad– logró que el poeta del pueblo no desapareciera en el olvido del largo túnel franquista y que su obra fuera creciendo en valor merced a sus pesquisas y desvelos por proteger, reconstruir, recopilar, ordenar y fijar la poesía del oriolano. Para el prestigio como poeta del que Miguel Hernández goza dichosamente hoy y para el estreno de la difusión internacional fue imprescindible una figura de talla tan hondamente humana como la de Vicente Aleixandre.