Estas Confesiones melancólicas responden al doble propósito de contar todo aquello que a lo largo de la vida ha llenado el ser anímico del autor y de buscar la paz interior que piadosamente cierre el largo periplo de una vida intensa y, en ocasiones, dolorosa. Casi a la manera en que el filósofo Proclo reclamaba: "Dejadme descansar, pues estoy cansado, en el refugio de la piedad".
Escribir un libro como este supone haber perdido, en buena medida, el arraigo que con tanta fuerza nos sujeta a los engaños y captaciones de la vida ordinaria, pero implica también, porque homo sum, mantener inevitablemente dosis apreciables de autoengaño y vanidad, aunque solo fuera porque esta última, al decir de Ernst Bloch, es el "último vestido de que se despoja al hombre".
Aunque en todo momento he tenido presente las modélicas Confesiones de san Agustín, no he tratado de emularlas y ni siquiera de acogerme a su hábito elevador y santificante, sino tan solo de contar, con sinceridad y hasta con desgarro, qué acontecimientos, vivencias y anhelos han estado presentes, para bien y para mal, en una vida que ha discurrido por trochas, ora edificantes y placenteras, ora sombrías y tristes, pero siempre signados por la nota de la "melancolía", que, desde Aristóteles, se atribuye a aquellos humanos empeñados en hacer cosas que intenten romper la monotonía e insignificancia de los que Schopenhauer llamaba "hombres fabricados en serie".