«Violeta Saramago llevaba meses pensando que ya nada ni nadie la retenían en Galicia. Desde que murió su madre, Rosalía, era consciente de que ya había cumplido sus propósitos de cuidarla hasta el final de sus días. A sus cincuenta y cuatro años todavía le quedaba cuerda para la inquietud que dominaba su carácter. Adoraba el pueblecito de Lariño, donde nació y creció, pero cada vez que pisaba su admirable playa y escuchaba el atronador sonido del océano Atlántico sabía que un día u otro regresaría a Colombia. País andino donde vivió veintisiete años. Ese tiempo de juventud, pasiones arrolladoras, tragedias y de pena inmensa, no se lo podía arrancar del corazón por más que pasara el duelo. Haber perdido a una hija y a un marido «en la flor de la vida», como solía decir su madre, cuando bordaba y lloraba silenciosa al mismo tiempo frente al fuego de la cocina, era una herida abierta difícil de cicatrizar. Descalza por la arena recorrió la playa de punta a punta, desde el faro a Ancora Doiro. Recordaba las carreras inagotables con su hermano Andrés y sus amigos de la infancia, Inés y Juan, como si no hubiera pasado la vida y estuvieran allí mismo, junto a ella, resoplando de cansancio y riendo a carcajadas, porque esta vez Violeta no había llegado la primera. Sintió un escalofrío cuando una ola lamió sus pies bruscamente y cruzó los brazos sobre sus hombros para protegerse del frío que ya empezaba a notarse al caer la tarde. Oyó unos pasos detrás suyo y se giró extrañada. A esas horas la playa siempre estaba desierta».