La muerte de la abuela, auténtica «dama de hierro» (tanto para el clan familiar como para la sociedad sobre la que su sombra se ha proyectado durante años), propicia el retorno del protagonista a su ciudad de origen. Este, nieto pródigo que escapó del cerco de una ciudad de provincias y de las argollas familiares, ofrecerá una mirada distinta de quienes todavía la habitan y le dan forma.
Ante el cadáver de la finada, se arremolinan parientes, conocidos y servidores que, al igual que el protagonista y narrador, deambulan por la casona matando la noche de la vela, densa a la vez que cansina. Ese deambular permite el reencuentro de viejos conocidos y, por supuesto, la evocación de tiempos pasados, donde la vida se proyecta con toda su acidez o, a veces, con algunas gotas de alegría.
Se trata de la mirada de alguien que ha estado ausente, a quien, con la muerte tan presente, la memoria le trae los fantasmas del pasado al tiempo que le asesta algunas estocadas inesperadas. Todo puede fluir entre una convención social que hace aguas, una convivencia familiar sin pilares y una vivencia que la memoria puede propender al equívoco. El desfile de los recuerdos, el desfile de los conocidos y familiares, y, con ellos, el desfile de las reflexiones y demás pensamientos fluyen desbordados como una tormenta.