Burgasé vivió hasta unos pocos años antes de que estos visitantes fugaces lo conocieran. Sin embargo, a pesar de su mudez, en 1981 cristalizaba una imagen serena y feliz del paso del hombre y del tiempo. Entablamos amistad y volvimos muchas veces. Las tierras de Burgasé presentaban un aspecto desolado, suavizado por recientes repoblaciones, solo bien arraigadas en los antiguos suelos laborados. En 2021, cuarenta años después, el entorno de Burgasé es un gigantesco océano verde que se ha tragado parcelas de labor, considerables esfuerzos y numerosas fábricas de sueños. Las sólidas moradas de Burgasé fueron utilizadas sin apenas variaciones por sucesivas familias. Su paso las llenó de vida un instante, dejaron el alma en cada tarea, se fueron y las piedras siguieron intactas porque ese era el fin, “que todos trabajen en beneficio de la casa” dicen los testamentos. Lo único eterno en su universo, la continuidad del hogar. El valor histórico de estas construcciones no corresponde a los inquilinos del s. XX, son legado de generaciones anónimas que las levantaron sólidas, capaces y hermosas a partir del s. XVI. En 1965, se abrieron definitivamente las puertas, los pasillos se inundaron de viento y los hogares susurraban ecos de veladas gastadas. Achacosos, los viejos tejados comenzaron a hundirse con el peso de las hojas muertas, lágrimas amarillas de nostalgia y dolor, confetis en la fiesta final del retorno al principio. El fin del mundo cayó sobre Burgasé sin presagio alguno, pero bajo las ruinas, cuando ya no quede nada, permanecerán por siempre recuerdos.