Transcurridas casi dos décadas desde su muerte, el legado de José María Arqué, su implacable testimonio sobre la crueldad sin límites que se apoderó de España en aquel determinante verano de 1936, resuena poderoso en nuestras conciencias. No ya porque continúen vivos muchos españoles que pueden considerarse víctimas directas del franquismo por su condición de hijos o nietos de los represaliados, ni por su inestimable valor como evidencia directa sobe unos hechos que algunos siguen negando con empeño, sino porque en estos tiempos de mediocridad y confusión que nos ha tocado vivir, su capacidad para sobreponerse a todas sus desdichas, a la maldad desplegada contra la inocente digura de un simple muchacho, constituye un alentador alegato por el hombre nuevo necesario, libre de obscenas servidumbres e imbatible en sus más íntimas convicciones.