El contrabando fue durante mucho tiempo uno de los medios de vida más importantes de las gentes del Pirineo, y la expresión de un sentimiento romántico guiado por el ansia de libertad y la ausencia de fronteras. Ejercer el contrabando fue siempre una aventura en la que el “paquetero” se jugaba la vida para subsistir en patéticas condiciones por caminos infernales. Pero era el rey las montañas, su guardián y el dueño de todos sus secretos.
Este libro reúne un puñado de intensos relatos de reconocidos autores pirenaicos, que reflejan historias de hombres y mujeres que hicieron del contrabando su principal modo de supervivencia. Un compendio de vivencias, anécdotas, dramas y alegrías que no son más que la propia historia del Pirineo.
En plena posguerra, dos guardias civiles detuvieron en La Litera un camión de trigo intervenido (con destino fijado por las autoridades) que se dirigía a Cataluña. Era un delito que por aquel entonces se consideraba como una traición a la patria. El famoso estraperlo. Sin embargo, algunos grandes de España engordaban su patrimonio gracias al estraperlo y eso planteaba problemas. El camión detenido en Binaced era propiedad de Doña Merceditas, una soltera ricachona muy bien relacionada con el círculo de José Antonio Primo de Rivera, del que fuera amiga personal, y con influencias entre la floreciente nobleza franquista.
Los guardias que habían impedido el tráfico ilegal de trigo, producto de primera necesidad, fueron felicitados efusivamente por sus superiores y recibieron muestras de satisfacción de sus compañeros. Por la tarde, transcurridas cuatro o cinco horas de la actuación policial y enterada la Dirección General de la aprehensión, llegó por radio la resolución de expulsión del cuerpo de los dos guardias civiles
Nunca se conocerá la verdadera dimensión del pasado que arrastró Pedro Brun pero hay escasas dudas sobre el carácter letal de algunas de sus actuaciones. Su nombre llegó a la Corte a Madrid como protagonista de acciones que en su crueldad parecían arrancadas de una leyenda medieval. La lejanía geográfica y la distorsión oral de sus “hazañas” provocaron en Isabel II una reacción contundente y algo obsesiva. Quería la cabeza de Pedro Brun y la orden fue pregonada por todas las montañas. Cuando al cheso le llegó la noticia la recibió con la mismas frialdad con la que se enfrentaba a los carabineros. No torció el gesto. Siquiera una mueca de sorpresa. Acaso una mirada de desprecio y alguna sonrisa de suficiencia. Brun era un hombre visceral y apasionado, poco dado al cálculo y la prudencia. Esa vehemencia le llevó a argüir la más rocambolesca de sus decisiones pero, seguramente, también la más sabia. Consciente de que su carácter y su arrolladora personalidad le proporcionaban un indudable atractivo y una valiosa capacidad de seducción, el de Casa Molinero rechazó todas las sugerencias de sus familiares y colaboradores para que huyera y les sorprendió a todos.
Me bajo a Madrid. Si quieren mi cabeza yo se la daré. Les daré mi cabeza y mi cuerpo.
Brice, de quien siempre se ha ignorado el apellido, se convertirá enseguida en el más célebre de los contrabandistas del Valle de Aure. Hijo natural de una desgraciada chica de dieciséis años, aparentemente simple de espíritu desde su nacimiento, es educado por sus vecinos compasivos. Marginado por el entorno, prefirió el contrabando a cualquier tipo de trabajo rutinario para los que no tenía ni inclinación alguna, ni la menor aptitud. Su resistencia y su audacia -su inconsciencia, deberíamos decir- le hicieron destacar desde temprana edad. Su infancia la pasa por los caminos de puerto, en compañía de cazadores de sarrios. Pronto conoce los pasos como la palma de su mano.
Incapaz de asegurar su subsistencia por un medio legal, inicia su carrera de “pasa-montañas” franqueando la frontera con un bulto en la espalda a una edad relativamente precoz.
El curriculum que por aquellas fechas le colgaban sus enemigos no era nada despreciable: desafueros, crímenes, raptos, violencias, contrabando de caballos, hereje, de todo esto se le responsabilizaba en el reino de Aragón y precisamente por ello aparecía como totalmente libre de sospecha en la vecina Francia.
La delicada situación de Lupercio movió a su hermano a intervenir en su favor escribiendo a la Corte y al propio monarca para ponerle en conocimiento de la injusticia que se estaba cometiendo con un inocente. En una época en que el olfato político estaba especialmente aguzado, en la Corte vieron en Lupercio el personaje ideal para ejercer labores de espionaje en el reino vecino y poco después, con la intermediación de Pedro, su joven hermano ya estaba mandando al monarca hispano información sobre el almacenamiento de armas y bastimentos, su ubicación y los movimientos de los luteranos en el sur de Francia.
Cumplida la misión, Lupercio regresó a Aragón en un momento en que la presión de sus enemigos se incrementaba. Contaba con que en pago a sus servicios el monarca le hubiera otorgado el perdón, pero ni sus informes, ni las demandas de Pedro movieron a Felipe II a modificar la actitud públicamente mantenida hasta entonces.