¿Es la infancia un terreno de bondad? ¿Hasta qué punto el terror por la supervivencia nos convierte, a ojos de los demás, en una víctima? ¿Protegemos a quien no puede protegerse? ¿De quién es la responsabilidad de verlo, entonces, convertido en aprendiz de verdugo?
Un niño -cuya voz se limita a intentar que no se acabe la vida- y su hermana tienen solamente una certeza: están en una casa que no sienten suya, encerrados con un padre que los quiere muertos. Son moneda de cambio ante su madre. Pero, ¿qué esperar si también la pierden a ella?
La pobreza -afectiva, económica, de estilo- toma un poema en prosa que se extiende, como el horror, para destruirse en géneros, a golpes que ahogan. Un poema que pregunta insistentemente si, cuando a uno no se le permite espacio para el aliento, ¿puede hablar desde su tranquilad y juzgar excesivo el horror de otros? Si, como dice Anne Carson, la prosa es una casa y la poesía un hombre en llamas corriendo a toda velocidad, ¿dónde quedamos nosotros?
Nunca. Digas. Casa. es, con todo lo que eso implica, Alberto Acerete llevado al extremo.