Parece que ya se ha escrito todo sobre el amor, que no cabe sino repetirse y que el resultado, por mucho que se trabaje, ha de resultar tópico, cursi, ya leído. La poesía es siempre decir de otra manera y la imitación y la creación deben unirse para alumbrar algo que no existía anteriormente. Por eso, lo que leemos en Donde la piel no llega nos transporta a los versos claros y serenos de la mejor poesía amorosa de la literatura española: la de los Siglos de oro. Garcilaso, Herrera, Aldana, fray Luis o San Juan de la Cruz se funden con Lope, Quevedo, Villamediana o Góngora (del que encontramos ecos muy concretos del soneto «La dulce boca que a gustar convida», una de las cimas de la poesía española de todos los tiempos).
La poesía recuerda y se renueva. Hay ecos de un poso muy sabido, muy asimilado e interiorizado; pero, sobre todo, un ritmo perfectamente aprendido, que tiende al endecasílabo perfecto (ad maiorem), pero que lo transciende y lo moderniza, con alejandrinos u otros metros, en los que resuenan Aleixandre o Cernuda; más lejanamente, Lorca, con lo que se rinde homenaje a los tres poetas homoeróticos más conocidos de la Generación del 27. (Antonio Pérez Lasheras)